El inicio de mi historia en el fútbol se remonta aproximadamente al año 1989 —no vayan a creer que este será un relato de un futbolista profesional frustrado, pero sí de un apasionado— cuando arrancaba primero de primaria en el colegio, 2 patios, 4 canchas como tapeticos… ¡Pero de cemento! Como quien dice… ¡Les hacíamos partido a los rusos!
Por Juan Manuel Reyes Trujillo
Los parches o remiendos en los pantalones y sacos, siempre hicieron parte de mi generación. Jugábamos banquitas, los microfutboleros rasos de estrato 5 para abajo saben lo difícil que es meter goles en esas mini canchas de tres máximo cuatro pasos.
Los torneos eran en los descansos y los clásicos siempre fueron 10° contra 11°: partidos candentes, con vuvuzelas estridentes que incansablemente perseguía el coordinador de disciplina entre la multitud.
“Después de 30 años de haber pateado mi primer balón de forma competitiva, aún me pregunto de dónde salió mi pasión por el fútbol.
Aquel coordinador (Q.E.P.D), no solo tenía en su oficina aquellos pitos y cornetas que decomisaba en los descansos, sino también chocolates, sándwiches, trago y demás productos prohibidos por el colegio, ya sea para su consumo o para la venta… ¡Yo vendía chocolates y sánduches!
Seguro ustedes ya empiezan a pensar y a decir ¨pero de qué hueco salió este man…¨ y yo solo les debo responder: salí de un colegio privado, así como el de muchos de ustedes. Normal.
Cada descanso era el pitazo inicial de por lo menos 15 partidos en los 2 patios. Disfrutar la compra completa de la cafetería era toda una hazaña que pocos lograban culminar con éxito. Eso sí, si lo lograban, igual perdían un 35% del pastel de pollo y la gaseosa con los amigos gorreros antes de iniciar el cotejo.
Todavía recuerdo con frustración un campeonato donde fuimos eliminados por mi falta de puntería en los cobros de penalti que se ejecutaban desde la mitad de la cancha y sin arquero, por favor recuerden que jugábamos banquitas. El partido terminó 1-1 en su tiempo reglamentario, yo metí el gol de mi equipo en el primer minuto de juego, fue reñido, muy parejo. Para mi desgracia, la decepción de mis compañeros no se hizo esperar y fue evidente cuando llegó mi desafortunado turno de patear el penalti decisivo. Fallé. Por mi culpa perdimos y con mi disparo certificamos la derrota: acertar no era fácil con la presión de la hinchada que se aglomeraba, produciendo una especie de pasillo infernal con sus pitos, gritos y abucheos, desde la mitad del campo hasta el arco minúsculo.
“Siempre me gustó el fútbol porque encontré varios detalles en él que me hicieron disfrutarlo y entenderlo más allá del simple hecho de 22 jugadores detrás de una pelota metiendo goles.
La pasión por el juego no terminaba en los descansos del colegio. Los jueves y viernes, después de salir de clases, nos íbamos a mi casa y jugábamos en el parque con perras incluidas (una dálmata y una san bernardo). La san bernardo, en especial, era una central recia. En una ocasión, mi primo fue víctima de su dura marca al ser embestido por detrás a toda velocidad. la perra lo suspendió en el aire por segundos elevándolo con sus piernas totalmente paralelas al horizonte para luego aterrizar con precisión sobre sus asentaderas. ¡Claramente fue una entrada para roja directa!
Jamás llegamos a tener confrontaciones violentas con los rivales. Bueno. Un día estuvimos cerca pero no pasó nada. Nos enfrentábamos a un equipo en un parque del barrio Cedritos que hasta director técnico tenía. Les estábamos ganando con holgura… El técnico gritaba desesperado a sus jugadores por la derrota y quizás eso detonó un par de duras entradas que casi nos lleva a terminar boxeando.
¿Nuestro nivel de juego…? Yo lo llamaría, discreto. Una vez, en un partido jugado en el parque de la calle 116 con Córdoba —cancha en la que entrenara en su adolescencia nuestro Tigre, el gran Radamel Falcao García— nos metieron una atendida unos “manes” de Suba que jugaban hasta con uniformes y su arquero nunca se vio vulnerado por nuestros ataques. La supremacía llegó a tal punto que al portero del equipo adversario no le quedó otra opción que sentarse en el arco y pedir el final anticipado del partido para mezclar equipos y equiparar las cargas… En ese momento empezó el partido de fútbol de verdad.
Un eslabón perdido
Después de 30 años de haber pateado mi primer balón de forma competitiva, aún me pregunto de dónde salió mi pasión por el fútbol. Porque lo de mi papá eran las cartas, específicamente jugando al bridge, o el golf —gusto que le llegó después—. No recuerdo a mi papá viendo ni un solo partido de fútbol en la casa, ¡ni siquiera del Mundial!
Ahora, aclaro lo siguiente con relación a mi papá: hoy puedo decir que su afición por las cartas disminuyó significativamente y su pasión futbolera ha venido en franco asenso desde que descubrió a Falcao García (su ídolo dentro y fuera de las canchas), tanto así que, gracias al Tigre, de cuando en cuando, mi papá sale con apuntes inesperados del tipo, “¿viste el golazo que metió Cuadrado el fin de semana?”. ¡Grande, el Tigre!
Siempre me gustó el fútbol porque encontré varios detalles en él que me hicieron disfrutarlo y entenderlo más allá del simple hecho de 22 jugadores detrás de una pelota metiendo goles.
Por ejemplo: algunas historias de superación de algunos futbolistas, el liderazgo, el trabajo en equipo, la magia o en su defecto la INTELIGENCIA que muy pocos jugadores tienen para poner pases increíbles a sus compañeros, las estrategias, la pasión de la hinchada, bueno y tantas cosas más que tiene ese magnifico deporte.
Y es que esa es la magia y pasión que tiene el fútbol, que un día sin esperarlo, te encuentras a personas que hasta odio le tenían —o asintomáticos como en tiempos de covid-19 se les debe llamar—, convertidos en fanáticos número 1 de la selección que hasta llegan a rasgarse las vestiduras viendo a la tricolor jugando un partido en el Mundial.
Posiblemente este sea mi primer blog de muchos sobre fútbol, pues es un tema que me genera tanta pasión como rechazo por todos los excesos que este deporte genera.
¡Hasta la próxima…!